domingo, 4 de abril de 2010

Cuentos+Cuentos=Cuentero



El cuento como espectáculo unas veces nos atrapa y nos convoca, más en otras tantas ocasiones nos produce esa rara sensación de disgusto tan igual a la que sentimos cuando se está delante, sino de lo totalmente falso, al menos sí frente a la impostura. Querámoslo o no, somos el resultado de la acumulación, individual y colectiva, de ideas, sensaciones, expresiones y lenguajes que nos anteceden y a la que nosotros contribuimos, las más de las veces inconcientemente, a convertirlos en tradición nunca puesta en entredicho, porque hasta nosotros ha parecido funcionar y dar coherencia y cohesión al entramado social. No soportamos que se nos ofrezca gato por liebre, mas nunca nos atrevemos a admitir, o al menos estudiar, el posible intercambio de sus roles, es decir, la posible gatunidad del roedor y viceversa. Lo nuevo asusta; lo que se desconoce, provoca pavor. El cuento dicho es casi siempre igual a palabra de cuentero, lo otro es artificio, simulación que provoca la nausea o la duda. El cuento oral se sujeta a la normas de la palabra a viva voz, pero, hoy ¿qué textura, qué consistencia tiene ella?

Cuentero es una figura casi mítica y sumamente floclorizada que sobrevive en medio de la ruina de sus ambientes, la urbanización forzosa, el cambio de las polis, la aldeanización universal y el proceso de reciclaje social que engendran las sociedades diseñadas para el consumo y que vienen a sustituir a sus predecesoras inmediatas que eran sociedades productoras, tanto de sentido como de valores y que vivían de sí y para sí. Nadie vaya a confundir este análisis con un elogio maniqueo de la “sociedad moderna” y una descalificación forzosa de la postmodernidad. Una engendra a la otra, y la última se envilece al entrar en contacto con la decadencia de los imperios y la deconstrucción de las “historias”. La postmodernidad bien pudo engendrar los nuevos instrumentos y los sentidos últimos, mas se conformó con intentar sostener las nuevas leyes del consumo. La postmodernidad, sin que esto implique un juicio sumarísimo, en mucho se convirtió en el nuevo ropaje de la usura, sólo que ahora no le bastaba con la acumulación del valor dinero sino que aspiró a tragarse todos los valores, desmontando sus estructuras y despojándolos de toda humanidad. Aunque aún estamos sólo en los prolegómenos de la parusía y no sería sorprendente que el postmodernismo termine siendo un arma apocalíptica, en tanto revelación y no fin último, y nos permita desde la mixtura y la hibridación alcanzar los nuevos cotos que José Lezama Lima vislumbraba y que no se concretarán sólo en accidentes, sino en potencias nuevas.

Los cuenteros actuales - confundidos muchas veces con actores, actantes, histriones u otros artistas de la palabra y la escena- se enfrentan a una duda que muchas veces adquiere el patetismo de la “herida metafísica”. La indefinición y el balanceo no sólo vienen desde afuera sino desde adentro. Es común verlos anunciarse como actores, juglares, animadores o cumpliendo otros roles de mayor prestigio y poder social, como sería el de terapeutas o intermediarios culturales, cuando estos últimos roles no son más que instrumentos o ropajes excepcionales del oficio. Para no crear dudas o incertidumbres yo mismo uso el término Narrador oral contemporáneo, otros usan el de cuentacuentos, contadores de historias, etc., cuando en realidad deberíamos admitir que en nuestra lengua, al menos hasta hoy, no hay un término más claro y preciso, por qué no decir hermoso, que el de cuenteros.

¿Por qué cuenteros si no cuentan historias desde la oralidad primaria, si no cumplen el rol social que estos tenían, si privilegian en su presentación lo puramente estético, si tienen conciencia de las leyes y recursos de su arte y de los otros, si se presentan en sociedad como un artistas? Pues bien, vayamos por partes: el Narrador oral contemporáneo es el cuentero refuncionalizado, es el cuentero de la tribu global. Cuenta desde la escritoralidad, suerte de hibridación entre la oralidad, la escritura y las tecnologías audiovisuales y digitales, potencializa tanto el vector de representación, que lo acerca a las artes escénicas, como el vector de narratividad de su discurso, y lo construye desde los instrumentos del cuento escrito, producto genuino que se ha ido acomodando a las necesidades humanas desde el siglo XIX hasta hoy. De todo esto se desprende que en puridad es legítimo, y por demás funcional, decir que los narradores orales de hoy son cuenteros, es decir, son los nuevos cuenteros, que no han dejado de ser lo que siempre fueron, sólo que ahora desde los signos de los tiempos actuales y para ellos.

El cuentero de hoy es un elemento altamente subversivo. Tipifica y particulariza el discurso de los colectivos y fagocita las individualidades, colocándolas dentro de ellos y al mismo tiempo ponderándolas, distinguiéndolas, cuando lo que se exhibe hoy como legítimo es el acriticismo individualista y el consumismo. Él ofrece un valor, introduce una mercancía nueva en el mercado, pero junto a ella coloca las reglas y los “programas libres” que la sostienen y contienen, y ofrece un rango de libertad real de escogencia, que es el resultado de la presencia viva del emisor, de los receptores y de las condiciones de recepción, de los códigos, y especialmente de los acuerdos y negociaciones colectivas. Un receptor en solitario apenas percibe uno y sólo uno de los sentidos y los mensajes; el codo a codo, la aceptación colectiva de penetrar en el espacio-tiempo de la historia, saliendo en masa del espacio-tiempo de la realidad, ofrece las condiciones óptimas para la creación de un discurso múltiple e inclusivo, que va mucho más allá de sumatoria de las partes y que se expresa en la creación de un mundo colectivamente convenido.

Durante el Festival Primavera de Cuentos 2010, del 15 al 21 de marzo, y que fundara y dirige la maestra Mayra Navarro, pudimos disfrutar de uno de esos cuenteros nuevos. Advierto que ellos son escasísimos y no sólo a nivel nacional. Se trata de Ury Rodríguez.

Cuentos+Cuentos, el último espectáculo de Rodríguez, clausuró la fiesta y está en la raíz de toda la reflexión anterior. Este cuentero viene de zonas periféricas y populares de Guantánamo, de la más profunda interioridad, nacido en una familia campesina urbanizada, actor, director teatral y protagonista, durante los últimos veinte años, de una de las aventuras culturales más sorprendentes en Cuba: La Cruzada Teatral. Es decir, en él convergen, de manera casi espontánea, la tradición popular narrativa y las nuevas formas citadinas de expresión. Digo casi espontánea porque su discurso, su tecnología, sus modos, son también el resultado de la elaboración conciente, de la síntesis y la escogencia de las fuentes, del discernimiento, aunque para esto apele tanto a la inteligencia emocional como a un cuerpo de ideas que le llegan como resultado de vivir en una sociedad más o menos letrada e influida por un conjunto de ideas y conceptos de amplia resonancia colectiva.

El cubano de hoy, hombre de islas y de aperturas, recibe y exporta, toma y da, y a la mixtura primigenia suma los ecos del mundo. La palabra nacida en los más intricados lugares de este país es hoy también palabra de resonancias universales, y esto no se produce sólo por las interconexiones y los vaivenes de la genética, sino también por la influencia de los medios y de la Cultura. Así en las montañas del Alto Oriente cubano se escucha un ballenato típico o unas rancheras locales cuando ya se sabe que Colombia y México pueden estar muy lejos o muy cerca, depende desde donde se mire y con qué medios se escuchen, o usted puede descubrir allí también estructuras narrativas en sus discursos de una actualidad sorprendente. Ury Rodríguez cuenta una versión de La sopa de piedra, narración tradicional de raíz ibérica, que según él mismo confiesa, es el resultado del trueque y la vivencia con las comunidades de las serranías del macizo Guantánamo-Baracoa. Si usted estudia la estructura del texto, la conformación del discurso, verá que es una historia sujeta a las leyes de la escritura o más bien es el resultado de la hibridación de la tradición oral y la escritura. Si se piensa que es una historia cocreada entre un cuentero letrado y unas comunidades campesinas, no le queda de otras que renunciar a todo lo que sabe hasta hoy, pues son instrumentos inútiles. Supuestamente esta comunidad debía ser aislada de referencias librescas, no contaminada con ambientes y productos urbanos, debía ser de preferencia o preeminencia oral y, de pronto, se enfrenta a un producto, a un discurso, a un texto, que resiste la prueba de universalidad y de la contemporaneidad. De lo se trata entonces es que hay que renunciar, por inoperantes, a los conceptos y los pretextos, y arriesgarnos con nuevos conocimiento y nuevos lenguajes. Nos hace falta una suerte de puesta al día instrumental.

En el espectáculo de este marzo, Ury Rodríguez se arriesga otra vez y apela a cuatro historias tradicionales, dos cubanas y dos rusas. Estamos ante la lucha y la unidad de los contrarios, puede pensar alguien con sorna o suspicacia. Más no es así, el cuentero pone frente a frente dos tradiciones que por más de treinta años se confrontaron y retroalimentaron, y que valdría la pena retar a los especialistas a estudiarla. El contacto con la Unión Soviética fue algo más que una unidad táctico-estratégica frente a la hegemonía norteamericana, fue más allá de ser una jugada política o una operación económica de sobrevivencia, resulto ser también un intercambio cultural que supera incluso lo intangible, solo que hace falta que los que pueden hacerlo, los que tienen los medios, se dispongan a pensar, a estudiar, pues de allí depende en mucho el entendimiento del pueblo que somos hoy y del que querríamos ser en el futuro. Durante una hora, sin apelar a la castración o a la máscara, el cuentero hizo sonar sus aires rusos y guantanameros en un lenguaje cubano actual, pareció que una y otra tradición se fundían y se hacían contemporáneas, válidas. El ambiente ruso, los cargos, el ordenamiento de ese país, la gracia popular cubana, se mantienen intactos pero en su boca estas historias alcanzaron la robustez de lo clásico, es decir, de lo permanente, de lo útil y lo bello.

El cuento como espectáculo, el cuentero como artista, no tienen necesariamente que convocar la duda y provocar la suspicacia de lo infiel, lo falso o lo ficcticio. La condición de popular y contemporáneo a un mismo tiempo tampoco debe provocar la chispa. Un auténtico hacedor de historias es capaz de anular todas las barreras y proponernos la levedad y el momento presente, que es el cuento oral, con la misma consistencia y peso con que hasta hoy se nos ofrecen los nombres, las obras y las emanaciones de Shakespeare, Dante, Milton y Cervantes. José Martí, quizás nuestro más contundente clásico, encontró en su palabra la dimensión exacta del ser humano. En su varonía absorbió a los hombres y a las cosas, si no, miren ustedes el raro intercambio, las iluminaciones, que se producen al leer sus diarios y Martí a flor de labios de Floirán Escobar.

Los cuenteros contemporáneos van adelante en el carro de los cuentos y de los pueblos, tiran de la Palabra. A los críticos, a los especialistas, nos queda la noble y sustanciosa empresa de leer, con exactitud y gracia, sus huellas. Detrás irán quedando las nuestras, confundidas y ocultas en el barro. El nuestro deberá ser un arte de silencios. Discreto y puro. Saludemos pues los espacios, que como los que ha creado la Navarro, van haciendo rutas y poniendo puentes. Saludemos a Ury Rodríguez que desde el hacer levanta el oficio de cuentero. Él tiene, a no dudar, esa “cierta elegancia que viene de la raíz del ser…”, esa “fidelidad casi fanática a los diseños de la palabra viva” que Eliseo Diego creía ver en los “verdaderos narradores populares”.

Impudicia al contar



El mundo reta, insulta, clama, se pone de pie y ataca. A todos nos duele hondo. Más la delicadeza al decir, la capacidad de donarse, la disposición a acoger, no pasan o no deberían pasar. ¿A dónde han ido? No se trata de asumir, a pie juntillas, las normas del Manual de urbanidad y buenas costumbres de Carreño, aunque a veces no vendría nada mal. No se trata de aplicar la rigidez del silencio a lo feo, lo absurdo, lo banal y lo violento, porque están ahí y muchas veces no sólo delante de nuestras narices, sino detrás de ellas, metidas en el alma. No se trata de ocultar. Negar la realidad no la mejora. Entonces, ¿qué hacer?, cuando la urgencia nos llama a hacer, en arte y cultura, que el hombre se confronte, resuelva sus heridas y sane sus dolores, ¿qué hacer? si la realidad es tan cruel que tal parece que cada frase tiene el tufo de la obscenidad y que a cada paso corremos el riesgo de la impudicia y la grosería.

Hasta bien entrado el siglo XX el cuerpo y las pasiones estaban sometidas a la férrea disciplina del ocultamiento o el disimulo. Solo unos pocos, descarados o locos, se lanzaron a la aventura de romper las fronteras entre lo público y lo privado. La polis estaba vaciada de intimidad, pero de pronto hemos saltado al otro extremo: la irrupción de lo privado en lo publico y de esto último en lo primero, borró fronteras. La solución que dimos a la fractura de la vida humana corre el riego de tornarse pornografía.

En la Narración oral contemporánea, en tanto hija de su tiempo, se pasó desde el cuidado y la selección del texto y el discurso, creándose las bases de ciertas ortodoxias limitantes, al desenfreno en lo “confesional” y el abuso del vector instrumental que este porta. Nos detendremos a explicar el asunto.

Cuando en los sesenta y los setenta del pasado siglo, en un proceso de rara universalidad y unanimidad, el arte de contar cuentos encontró los medios para comunicarse con el hombre de su tiempo, dejando atrás folclorismos y utilitarismos, se produjo un fenómeno, por demás comprensible, a través del cual sus cultores intentaron remarcar las diferencias que entre este y los modos artísticos dominantes entonces, de allí que aparecieran conceptualizaciones que sostenían la supuesta o real condición literaria o escénica del mismo y su papel como instrumento sociológico, psicológico o difusor y reproductor de valores y costumbres en peligro de extinción. Frente a esta postura todavía “utilitarista” se opuso una tendencia más “escénica” que si bien no se despreocupó del qué valorizó más el cómo decir. Cierto estétismo enfermó el naciente “movimiento”. En busca de nuevas formas de comunicación y representación llegaron los aires de la “comedia norteamericana”, amiga de parloteo, el chiste y lo confesional, aunque conocemos de cultores del subgénero que son verdaderos maestros de la palabra y vehículos de un arte urbano emergente que se enfrenta a la banalidad y el borramiento al que son sometidos los habitantes de las aldeas hipertrofiadas. Recuerdo que los primeros síntomas de esta reacción se dieron en Colombia quizás con Roberto Nield, Gonzalo Valderrama y el Mono Linares, entre otros. Pronto lo que pareció ser una tendencia renovadora frente a la aburrida perorata de recitadores de cuentos, ya convertida en fórmula, se convirtió en norma primero y después en horma empobrecedora. No se apeló al arte de contar cuentos en toda su pureza sino a la presentación de seres generalmente estrafalarios y decadentes que, invariablemente armados de frascos de agua embotellada, cuentan con pelos y señales sus vidas, las de su familia, y lo que es peor, a través de un ejercicio desmañado y sin propósitos, que fuerza de mentiras y exageraciones, que tiene como único fin la exhibición y el escándalo, por lo que resulta francamente impúdico. Pocas nueces y ruido en demasía.

Recuerdo haber visto en los noventa a Roberto Nield contar la historia de su pasado guerrillero, las torturas a las que fue sometido, hasta llegar a la traición de la mujer amada y el fracaso del once argentino frente al equipo colombiano de fútbol, que venía a ser como el punto más alto de sus fracasos existenciales. Roberto contaba con desparpajo, se enfocaba, con saña y meticulosidad, en colocar su “nada cotidiana” en un primer plano, pero este, más que catarsis individualista, era un ejercicio de complicidad y compasión con los otros. Su nada, frente a la mía o la nada colectiva, asumían la contundencia de la revuelta, de lo político. Por otro lado, cuando estuvo en Cuba el narrador gallego Quico Cadaval, nos mostró otra cara de lo confesional que subrayaba el costumbrismo. ¿Qué diferencia entonces a Roberto Nield, a Quico Cadaval, de los narradores “exhibicionistas”? Quizás la primera diferencia sea exactamente el alto nivel artístico de la puesta en escena con la que arropan su desnudez, que quiere ser compartida y para esto se muestra, pero nunca se exhibe. Otro elemento importante sería que en ambos casos el discurso no tiende a la esterilidad por la esterilidad, a lo extremo y lo escandaloso cerrándose en sus propios fueros sino que hace de lo estéril un camino estético, y por otro lado, su queja alcanza la resonancia de lo colectivo, de lo que se desparrama y se extiende sobre la comunidad. Ante los poderosos los narradores de historia se desnudan para confirmar la potencia transformadora de las vidas ninguneadas, de las existencias negadas e incluso, para hacer profesión a favor de la energía de los fracasos y los fracasados. Frente al elogio imperial de los triunfadores se confronta la derrota, que es, como la pobreza lezamiana, irradiante.

Lo impúdico, lo realmente estéril, radica en el bufonada, en el chiste sin sentido y en la exhibición sin propósitos, en lo socialmente ignorado o distorsionado, en el individualismo onanista.

Acaba de finalizar en La Habana el Festival Primavera de cuentos -del 15 al 21 de Marzo- que organiza la Maestra Mayra Navarro y el Foro de Narración oral del Gran Teatro de La Habana, que es quizás la vitrina más importante en Cuba donde poder asomarse a la Narración oral desde múltiples ángulos, y que este año rindió homenaje a Haydeé Arteaga en sus noventa y cinco años. La directora del evento cuida al detalle la programación, que en su caso privilegia el arte del cuentacuentos frente a las tendencias, muy validas por cierto, de hibridación y mestizaje que se dan en él, aunque este no es, por suerte, un evento cerrado e inflexible en sus proyecciones. Independientemente que creemos que ha llegado la hora de extender más el diapasón del festival y de que se hace necesaria una mayor implicación institucional, que daría a los organizadores una real y potente capacidad de escogencia, no deja de llamarnos la atención que por ahí están pasando hoy todas las posibilidades y variantes del contar contemporáneo.

También en el Festival de la Navarro se puede encontrar lo confesional, y quisiera detenerme en dos espectáculos vistos, aunque no fueron los únicos, porque cada cual representa alguna de las aristas descritas.

De Argentina llegó por segunda vez Ana Rosa Ortiz, con una intervención que no alcanza la categoría de espectáculo (Así en la tierra como en el cielo), y que centra su discurso en la narración de sucesos personales encaminados, de manera directa, a divulgar su ideario ecologista y su filiación con los “ángeles”, tan de moda en la filosofía de la Nueva Era. Yo creo en la capacidad instrumental de la Cultura, creo en su utilidad, como también creo también que ella puede servir para generar o hacer disfrutar la belleza como para procurar el conocimiento de lo útil o provocar la contemplación; pero una cosa es ponderar el servicio y otra es hacer un tortuoso itinerario de propaganda y proselitismo. La historia muere entonces a manos del panfleto. Esta vez se estuvo lejos del tradicional cuestionamiento político y la narradora se adentró en zonas aparentemente más nobles y potables, sin embargo, no pasó de ser una charla sazonada con gestos y desplazamientos.

Por otro lado llegó desde la Casa del Cuento en Holguín Fermín López, con una pincelada de un espectáculo mayor – En mí toda- , en el que se cuenta la historia de su familia. Sólo que aquí, por suerte, lo confesional abandona lo trillado y entra en el plano de lo poético, de las sugerencias, y se viste con los ropajes de la precisión verbal, el cuidado uso del espacio escénico y una sugerente gestualidad, cercana a la danza, que realza lo vaporoso de los recuerdos. Hay un cierto pudor que nos cautiva, hay una gracia que convierte la confesión en susurro y que la aleja de lo estruendoso y del escándalo. Se llegan a contar cosas tan duras como la decisión, ante la pobreza extrema, que debe tomar una madre que termina distribuyendo a sus hijos entre los parientes. No hay queja, que ya sabemos prostituye, no hay asomo soez, no hay regodeo morboso ante del dolor y la perdida. Abundan el arte y la mesura al decir.

Como habrán descubierto ya, no estoy para nada en contra de la asimilación de la stamp up comedi y mucho menos en contra de la existencia de lo confesional o lo anecdótica en el arte contemporáneo de contar, pues a fin de cuentas, por el solo hecho de seleccionar una historia o desechar otra, de algún modo, cada contador está narrando la suya propia o al menos está mostrando un sector de su sensibilidad en un tiempo y en un espacio dado, lo que hace que cada presentación en público sea, en primer lugar, un acto de desnudamiento y una suerte de autobiografía. De lo se trata entonces es que esa desnudez se nos ofrezca usando todos los recursos de un arte milenario que ha encontrado ya, por si mismo, los recursos y los métodos que le hacen vigente. Pero una cosa es la refuncionalización de un arte y otra la impudicia al contar, que empobrece y atonta; cuando de lo que se trata es de colocar la Palabra en el centro de las revueltas y los levantamientos, de los gozos y las permutaciones.